A base de oir estos dos termas siempre juntos, como si fueran una sola cosa, no me había dado cuenta que de hecho expresan dos maneras contrapuestas y complementarias, las dos necesarias, de vivir la fe en el mundo.
Cuando somos sal, a pesar de mantener en nosotros aquello que nos configura como cristianos, nos disolvemos discretamente y de forma individual en el núcleo de relaciones y de realidades que nos rodean. Si somos fieles al Evangelio y mantenemos la salazón, esta realidad se transforma en su conjunto, ve potenciado su sabor natural, su sentido. Me encanta la imagen, porque por un lado a nosotros nos imagina no cerrados en casa, sino inmersos en el mundo, sin afán de protagonismo, codo a codo con todo el mundo. Presupone también que el conjunto gana con el punto de sal, pero que ya tiene un gusto propio que vale la pena potenciar y saborear. Una imagen que pone en valor y en positivo el mundo y que ayuda a hacer una Iglesia de frontera o, “en salida”, que se llama hoy, para traer los valores del Evangelio a los lugares donde vivimos, trabajamos y nos movemos, desde dentro y desde bajo, y teniendo en cuenta la pluralidad de opciones personales. Una buena forma de desactivar la tentación de imponer los valores cristianos dentro de la sociedad civil a partir del poder.
Justo es decir que si, con este espíritu, los cristianos nos hubiéramos comprometido seriamente en el campo de la política, del sindicalismo y del asociacionismo, seguramente no habríamos llegado a los grados de corrupción y de desmantelamiento del Estado de Bienestar que vivimos y que fundamentalmente pagan los sectores más vulnerables de nuestra sociedad.
La otra imagen es la de la luz. Aquí no se trata de disolverse, al contrario. Se trata de convertirse en punto de referencia. Y aquí hacen falta dos cosas: que realmente no nos dé miedo ir a la oscuridad, es decir, dejar nuestras iluminadas zonas de confort para ir a las periferias existenciales, en expresión afortunada del papa Francesc: allá donde hay sufrimiento, duda, incertidumbre, enfermedad… Y que mantengamos encendida la llama interior, cosa que viene a ser como la prueba del algodón de nuestra fe, en la línea de la famosa frase de Rahner: los cristianos del futuro (de todos los tiempos, yo creo) o seremos místicos o no seremos. La “conexión con la fuente”, la espiritualidad, la vida de plegaria, son parte de nuestra identidad cristiana, cosa que no se tiene que confundir con un seguro contra las dudas, los errores o los pecados. Y que, como muy bien dice Juan Martín Velasco, tampoco va asociada necesariamente a no sé qué iluminaciones extraordinarias, sino que se mueve en el campo de la cotidianidad. Esta conexión es el que realmente nos guía en nuestra oscuridad y nos salva –no por méritos propios– de ideologizaciones e idolatrías. Y aprovecho para recomendaros la lectura de esta espléndida novela de Sushaku Endo, Silencio, que Scorsese ha convertido en una película que encara no he tenido ocasión de ver y que tiene la gracia de poner en medio del escepticismo de nuestro mundo el nucleo más profundo de la fe.
Ser sal o acontecer luz no comporta en absoluto hacer proselitismo, comportan sencillamente vivir con autenticidad los valores del Reino de Dios y son un fruto gratuito.