«A fin de que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un período determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura» (Sacrosanctum concilium 51).
Con estas palabras, el Concilio Vaticano II exhortaba a hacer posible una mayor presencia de la Biblia en las celebraciones litúrgicas, en concreto, en el marco del sagrado misterio eucarístico. Y no se puede discutir que así se ha hecho. Hay que dar gracias a Dios por la gran abundancia de textos bíblicos que ahora son proclamados. Todos conocemos la gran riqueza del leccionario de la misa dominical, con los tres ciclos, según los evangelistas sinópticos, con san Juan durante los tiempos fuertes. Y, junto con este leccionario, no podemos olvidar el de la misa de cada día con un ciclo anual en cuanto al evangelio y uno bienal en cuanto a la primera lectura. Y, junto a esto, tenemos todos los demás leccionarios para las celebraciones de la eucaristía, la de los demás sacramentos y sacramentales, así como el de la Liturgia de las Horas. Realmente impresionante.
Sin embargo, el propio Concilio antes citado, también advirtió que «para procurar la reforma, el progreso y la adaptación de la sagrada Liturgia, hay que fomentar aquel amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura que atestigua la venerable tradición de los ritos, tanto orientales como occidentales» (SC 24). Y, esto, porque, como leemos en el mismo párrafo del documento conciliar, «en la celebración litúrgica la importancia de la Sagrada Escritura es sumamente grande».
Los principios, pues, fueron formulados con gran claridad, y los libros litúrgicos fueron publicados en su momento con fidelidad a lo que quisieron los padres conciliares.
Pero después de unas décadas, nos debemos preguntar si la situación de nuestras asambleas en relación con la palabra de Dios es la deseada y la deseable. Hay que preguntarnos si la primera parte de las acciones litúrgicas –la de la Palabra– es tan bien tratada por ministros y fieles según la letra y la voluntad conciliar. Quizás sería el momento de plantearnos si cada diócesis tiene las estructuras necesarias para preparar e instruir adecuadamente a los lectores que deberán proclamar de forma competente la palabra de Dios o, por el contrario, si aún nos movemos en un terreno de mero voluntariado sin preparación explícita. Y lo que preguntamos en el ámbito diocesano también lo podemos interrogar en el parroquial, dado que cada comunidad, con su propio pastor, debe hacerse responsable de las celebraciones litúrgicas concretas de cada día.
Y en esta revisión que sugerimos, no puede faltar una verificación sobre «amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura» en el corazón de los fieles, condición indispensable si queremos hablar realmente de una liturgia renovada y conciliar en la Tradición de la Iglesia. La pregunta podría ser si cada parroquia y comunidad ofrece a sus fieles un espacio de profundización bíblica en vistas a la celebración (especialmente de la misa dominical). Un espacio que haría posible una mejor celebración (de cara a los lectores) y una mejor recepción en el Espíritu Santo (de cara a toda la asamblea).
El camino marcado por el Vaticano II fue magnífico. Y también es magnífica la experiencia espiritual allí donde se vive decididamente. Hay, pues, que avanzar aún más en este mismo sentido.