Artículo de Jaume González Padrós, miembro del Centre de Pastoral Litúrgica, publicado en la sección de liturgia de Catalunya Cristiana (16 de octubre).
Todavía reina la oscuridad. Ha apagado al despertador y, con los ojos entreabiertos, el sacerdote está mirando por la ventana, con un gesto casi, diríamos, ritual. Como si ahí fuera hubiese la respuesta al interrogante que representa esa cotidiana resurrección del despertar de ese sueño humano pariente del divino y eterno.
Las últimas luces de la noche, esas tan matizadas y tristes, alumbran unos patios que, poco a poco, se van llenando del reflejo proyectado desde unas ventanas que se desperezan rutinariamente, a la misma hora, con la misma intensidad cada día. Y él lo sabe. Las tiene contadas y cada mañana se pregunta: ¿qué será de la vida de estos hombres y mujeres hoy? De los que encienden cada amanecer las luces de su casa.
Mientras, el día va despertando, y el sacerdote, gozando del silencio de su pequeña rectoría, se dirige hacia el rincón de siempre, donde puede acompañar a la mañana y donde, privilegiadamente, goza de esos rayos que ya dejan ver claridad. Recogido, pues, se sitúa para empezar la oración despidiendo a la noche y dando la bienvenida a la luz. ¿O son ellos quienes nos despiden y nos reciben? ¿Quién lo sabe? Ellos, nosotros, todos. Armonía, sería la palabra, entre el cielo y la tierra, entre lo creado y las criaturas, entre el Creador y sus pequeños que abren los ojos tímidamente.
Es así como toma en sus manos el libro. Ese libro solemne y, a primera vista, complicado, que le regalaron en su primer año de seminario, y que conserva como oro en paño. Lo toma y lo trata con el respeto de siempre, sabiendo que es él –el libro– quien sostiene a su persona, a su vocación y ministerio, y no al revés. Sus manos, pues, vuelven a sentir, en el tacto del libro, la caricia de la oración que, año tras año, lo va envolviendo de eternidad, esa eternidad que el Espíritu va tejiendo en nuestra alma y en nuestro cuerpo, hasta que los dos estén preparados para el abrazo final y la dulzura eterna.
El sacerdote se da cuenta de que se ha dejado llevar por sus pensamientos. Sin más dilación, pues, con la voluntad de sumergirse en estas profundas y siempre cálidas aguas de la oración de la Iglesia, donde cada bautizado se siente un feliz pececito dentro del océano de la gracia en el corazón de la Santa Trinidad con la Madre Iglesia, pone su mirada, respetuosa y dulce, pequeña, sobre esa página que indica el día de la semana, y sobre las primeras líneas que, en negro, están dispuestas a ser su guía, como ayer, y como hace ya muchos años, desde que era un joven seminarista ilusionado e ingenuo. Se da cuenta de que sigue siéndolo y sonríe para sus adentros, dando gracias a Dios porque los golpes no lo han endurecido demasiado, porque todavía es capaz de orar sabiendo que, en ello, le va la vida.
Es así, pues, que el rito toma su mano derecha y dirige el pulgar hacia sus labios, mientras se entrega, con toda el alma, a la gran sinfonía de la oración litúrgica. En ese momento de cielo, el sacerdote se sabe resucitado cada mañana, porque cada mañana, ante este Dios silencioso y atento, bajo la mirada amorosa de la Virgen, mientras su dedo dibuja la cruz, puede pronunciar con respeto y confianza: «Señor, ábreme los labios. Y mi boca proclamará tu alabanza».