DE PROFUNDIS EN NAVIDAD

El día había sido intenso. De hecho ya había comenzado a medianoche con la misa del gallo, en una iglesia moderadamente llena, donde se podía palpar una emoción contenida entre todos los presentes. Arañando horas al sueño, el párroco con su comunidad, no ahorró lo más mínimo para que la alegría del nacimiento del Salvador fuera compartida. El esfuerzo fue importante y el cansancio notable, pero todo «justo y necesario». Y al día siguiente, sin haber dormido demasiado, el sacerdote encaró una jornada con diversas celebraciones de la eucaristía, solemnes, gozosas y sentidas. Es Navidad.

Después de la última celebración del mediodía, al cerrar la iglesia, sabía que aún le esperaba otro esfuerzo, también gozoso: la comida familiar. Desde los más ancianos hasta los pequeños de la casa, todos alrededor de la mesa como cada año; bueno, todos no. El recuerdo de los ausentes, ahora, se traduce en llanto disimulado por dentro y oración balbuciente.

Y llega el atardecer; hace rato que ya ha oscurecido. Aquella oscuridad del día de Navidad que nos coge a todos cansados y nos cubre el corazón con un velo de tristeza; quizá de remordimiento, porque hemos estado muy distraídos, sin acariciar suficientemente al Niño con la mirada interior, ocupados en tantas cosas prescindibles, como nuevas y repetidas «Martas» que no aprenden la lección. Es aquí cuando el sacerdote recuerda cada año el silencio de este día en las cartujas de todo el mundo, y no puede evitar un movimiento de envidia.

Pero aún no está todo perdido. Decidido, se dirige a la comunidad contemplativa que le ha acompañado desde seminarista y, como un sediento que corre a la fuente, entra en la pequeña iglesia, blanca, limpia, perfumada de incienso, que ya le espera para rezar vísperas. Las monjas, silenciosas y fieles, junto con algunas personas arraigadas en la oración de la Iglesia, rodean el altar, que hoy, como nunca, parece que irradia fulgores de cuna de eternidad.

Todo está preparado y empieza la oración. Una oración que es una contemplación emocionada a Cristo que por nosotros ha nacido y al que adoramos como sacerdote eterno con el salmo 109; salmo dominical, sí, porque Navidad tiene aroma de domingo, de debilidad que se convierte en victoria. Y después… ¡oh después! El salmo 129: el De profundis. Y es aquí cuando comprendemos mejor el misterio de la Navidad. Las alegrías de la misa del gallo y de la mesa abundante encuentran su sentido. Ahora resuena nuestra voz en la de Cristo diciendo al Padre: «Desde lo hondo a ti grito, Señor». Ahora se nos ilumina la inteligencia y sabemos que hoy celebramos justamente esta gran misericordia: Dios ha respondido a la súplica de la humanidad, hundida en el abismo del mal y de la muerte, haciéndose un hombre como los hombres y entre los hombres, centinela de esta humanidad que ya no osaba esperar una mañana luminosa. Ahora comprendemos que Navidad es esta mañana. Más aún, este amanecer, primeros rayos, tímidos, y que, sin embargo, anuncian el mediodía radiante de la Resurrección: «Él redimirá a Israel de todos sus delitos».

Y si ya el salmista nos ha hablado del porqué de la Navidad con palabras graves y rebosantes de esperanza, ahora es el turno del nuevo Israel que responde a tanta gracia con las palabras del apóstol, que son, como siempre, espada de dos filos, penetrante en la verdad; y cantamos con los colosenses: «Demos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz».

He aquí el gran misterio celebrado. Por la Encarnación del Verbo, Sacerdote de la nueva y eterna alianza, la humanidad ha pasado de yacer en el abismo de la muerte al trono de la luz. ¡He aquí por qué hacemos fiesta! ¡He aquí por qué es Navidad!