La crisis económica, el empobrecimiento que lleva a una desigualdad crónica, el terrorismo, la avalancha de expulsados de sus hogares por el hambre o por la guerra, la violencia de las armas, nos han aportado una considerable dosis de realismo a la hora de vivir la fe. No podemos hacer ver, como el Cándido de Voltaire, que Dios se hace uno de nosotros en el mejor de los mundos posibles: vivimos en un mundo en que la oscuridad, el miedo, la violencia hacen estragos. En un mundo donde la fragilidad –como nos recuerda muy bien este año Cáritas– nos hace vulnerables.
Pero esta misma vulnerabilidad, que tal vez en los últimos años no percibíamos tan crudamente, es la que nos hace ver como un tesoro la llegada de Jesús, que se hace un refugiado más, un sin hogar, un desempleado, un trabajador sin derechos, un bebé a la intemperie, llegado en una familia sencilla, donde la acogida pasa por encima de los convencionalismos, fruto de una genealogía, que no es la de los mejores, sino que está llena de personajes como nosotros, pecadores e impuros. Jesús nace sin miedos y sin privilegios. Nace porque una chica sencilla, sin estudios ni títulos ni reconocimientos ni liderajes, confía en el Espíritu y arriesga el papel que le estaba reservado en la vida: el de esposa de José; nace porque el tal José es capaz de hacerse suya una familia de la que no es el protagonista. Una situación que sostiene únicamente por la confianza.
Aquí está la mirada de Dios y de aquí sale la paz. Este es el nombre de Jesús: Dios salva. Y lo hace desde la fragilidad y el silencio. Y lo hace con infinita confianza en Dios, que significa sobre todo confianza en las personas. Esta misma paz, la paz de la alegría, del coraje, de la libertad y de la tenacidad, es la que nosotros tenemos al alcance y la que celebramos los cristianos el primer día del año, desde 1968 por deseo de Pablo VI. Esta paz nos tendría que llevar a relativizar los conflictos con nuestros vecinos, a aprender a perdonar y dialogar, a respetar a nuestros adversarios y enemigos, a confiar en quien tenemos a nuestro alrededor, a vivir con esperanza, a compartir lo que somos y tenemos, a movilizarnos por una vida digna para todo el mundo y por los derechos de las personas, a dar valor y calidad a la vida política, a cuestionar el circuito de las armas. Jesús traerá la paz venciendo las tentaciones del poder, del dinero y del prestigio y poniéndose a tiro. Nosotros sencillamente podemos ponernos en camino, sin miedo de ir con las manos vacías. Josep M. de Sagarra, en su Poema de Nadal, dice que hay muchos caminos que llevan a Roma, pero solo un camino que lleva a Belén. Buscar la paz desde nuestra pequeñez nos pone en este camino, aunque nuestros pasos puedan parecernos insignificantes y nuestros avances, irrelevantes. El camino de Belén no está hecho para los motores de gran cilindrada, sino para los que han de andar con muletas. No es una carrera de velocidad, sino un espacio de encuentro, donde nos ayudamos mutuamente a caminar. No es espacio de charla, sino silencio atento y expectante. Porque es más importante estar en el camino que llegar al final. ¡Que paséis un 2017 muy feliz!