Artículo de F. Xavier Parés publicado en la sección de liturgia de Catalunya Cristiana (6 de noviembre).
Esta semana celebramos Todos los Santos y los Fieles Difuntos, fiestas que nos hacen pensar que vivimos para morir y morimos para vivir. Nos hacemos santos mientras vivimos pero no somos santos hasta que morimos. Mientras vivimos creemos en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, pero cuando morimos disfrutamos ya de la resurrección y de la vida eterna. Mientras la liturgia de Todos los Santos nos hace celebrar la vida, y la liturgia del Día de los Difuntos nos recuerda que también hemos de celebrar la muerte, porque solo por la muerte llegamos a la plenitud de la vida. Celebramos Todos los Santos, la fiesta de la vida, que nos muestra el camino a seguir para poderla alcanzar plenamente. La vida que todo cristiano recibe el día de su bautismo solo puede llegar a su plenitud después de su muerte. Es lo del grano de trigo que si no muere no da fruto, así el hombre debe morir para poder vivir.
Tenemos ejemplos muy recientes y muy conocidos como san Juan XXIII, san Juan Pablo II, santa Teresa de Calcuta… y tantos otros de ahora, de antes y de siempre que nos dan ejemplo de una vida que les ha llevado a la felicidad de la santidad. La asamblea de los santos crece constantemente, y tú y yo, nosotros, estamos llamados a participar también de esta vida santa. Entonces alabaremos a Dios constantemente y siempre porque viviremos y seremos felices con Él. Mientras vivimos necesitamos la intercesión de los santos que ayuden a nuestra debilidad y poder llegar donde ellos han llegado, a la vida nueva de la gloria del cielo.
El camino de la vida no lo hacemos solos, son muchos los que nos acompañan, hombres y mujeres que como nosotros participan de la vida y de la fe, y mutuamente nos ayudamos para poder llegar a la vida plena. Pero en la hora de la muerte, aunque estemos bien acompañados, morimos solos, con la esperanza de hallar lo que hemos creído y esperado mientras vivíamos, y que Dios seguro que nos dará después de la muerte, en la resurrección y la vida eterna.
La liturgia del Día de Difuntos eleva nuestra oración a Dios a favor de aquellos que ya han muerto para que purificados puedan disfrutar de la plenitud de la vida en plena comunión con Dios. Visitar el cementerio y recordar a las personas queridas que ya han muerto nos hace pensar… ¿dónde están?, ¿qué hacen?, ¿en qué situación se encuentran?… Solo Dios lo sabe. Pero nosotros estamos en comunión con ellos con el recuerdo y, sobre todo por la oración, pidiendo que, por la misericordia divina, disfruten de la plenitud de la vida. Creemos en la comunión de los santos, y gracias a esta comunión, podemos interceder por ellos, si es que lo necesitan, y del mismo modo ellos pueden interceder, ante Dios, por nosotros, que seguro que lo necesitamos. Esta verdad de nuestra fe cristiana, queda potenciada en este año jubilar de la Misericordia, ya que la indulgencia jubilar puede ser aplicada también para nuestros difuntos. La Iglesia nos invita a orar al «Dios tierno y compasivo, paciente y grande en amor y verdad», para que nuestros difuntos vivan para siempre en la vida eterna del cielo.
El hecho de la muerte nos ha hecho valorar mejor la vida. Hay personas que viven siempre tristes, deprimidas, pesimistas, enfermas… sin ilusión, como si vivieran medio muertas ya en este mundo. En cambio, hay personas ya difuntas, que siguen viviendo en nuestra vida porque las recordamos mucho, las queremos mucho, nos encomendamos a ellas en nuestra oración… y son para nosotros, como ángeles de la guarda que nos protegen y nos guían. Estos están muertos pero siguen vivos en nuestro corazón y en nuestra vida.
La fe cristiana nos permite vivir siempre en alegría y felicidad, aceptando las contrariedades y limitaciones que nos puedan sobrevenir, que por grandes que sean, nunca deben quitarnos la paz de nuestro corazón ni la alegría de nuestra vida. Amamos la vida y aceptamos la muerte como un paso a la plenitud de nuestra vida. Vivimos para morir y morimos para vivir.