Con el primer domingo de Adviento hemos iniciado de nuevo la celebración de Cristo en el tiempo a lo largo del año litúrgico. Todos los comienzos son bonitos, más aún cuando son caminos de amor. Los cristianos vamos de «comienzo en comienzo» decía san Gregorio de Nisa; siempre debemos comenzar desde Cristo, desde el lugar donde existencialmente estamos. Uno nuevo Año litúrgico, una nueva gracia del Señor.
La conmemoración gozosa y entrañable de la Navidad del Señor suscita en nosotros el intenso deseo de su advenimiento glorioso al fin de la historia, la de cada uno y la del mundo. El que ha venido bajo la forma de la humildad es el que vendrá en la gloria. Y porque ha venido y vendrá es el que viene constantemente a nosotros, en la vida presente, en la gracia y en sus sacramentos. En un cierto sentido el Adviento marca el inicio del Año litúrgico, pero de hecho es su culminación. El Niño de Navidad, el Hijo amado del Padre, es el Señor glorioso que retornó al fin de los tiempos por el juicio de misericordia. Al final, me decía hace pocos días un sacerdote de mi obispado, siempre, siempre está la misericordia de Dios. Todo es objeto de la compasión divina.
Con razón, en los primeros domingos de Adviento escuchamos el Evangelio del fin de la historia, cantamos los bellos Prefacios que anuncian el Día del Señor. El Adviento nos recuerda que vivimos en el tiempo en el que el Espíritu y la Esposa dicen: «Ven, Señor Jesús.» No sabemos si el regreso glorioso del Señor será en la historia presente o fuera de la historia. Solo conocemos su promesa. Los cristianos, como dice Pablo a Timoteo, «somos los que con amor esperamos el regreso del Señor», como si lo echáramos de menos. Por eso vivimos en la esperanza. El Señor vendrá, este es el secreto, la alegría más íntima de los creyentes y sabemos que en medio de los nubarrones del mundo y de la propia vida siempre hay un claro abierto en el cielo, en la luz infinita. Esta esperanza está siempre dentro como un don teologal. En los caminos de la Iglesia todo está en manos de Dios, todo queda consignado en Él, incluso nuestras humildes oraciones.
El Adviento es el tiempo de la infancia espiritual de la Iglesia, es una liturgia empapada de ternura. Hacemos nuestro el camino de Israel para llegar a Cristo, vamos a la orilla del Jordán a escuchar la predicación de Juan, el bautista. Escuchamos los oráculos de los profetas y oímos en nuestro interior, como María, el latido del corazón de Jesús que desde el bautismo late con el nuestro. Como expresa el Prefacio: «Que nos encuentre así, cuando llegue, cantando su alabanza.» Así nos quiere el Señor. Quiere que seamos el pueblo de la alabanza y de la bienaventurada esperanza de los pobres que lo reciben todo de él y tienen que pedirlo todo a Él.
Cuánta razón tenía san Bernardo cuando hablaba de la triple venida del Señor y predicaba: «En la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, aparecerá como nuestra vida; en esta, es nuestro descanso y nuestro consuelo.» Vivamos el breve tiempo de Adviento y celebremos la liturgia divina por lo que es en sí misma. Debemos celebrarla «mientras esperamos el cumplimiento de nuestra esperanza, la manifestación de Jesucristo, nuestro salvador». Cuando celebramos la liturgia el Señor anticipa su glorioso advenimiento. Es su prenda y la certitud misma de esta venida. En la liturgia el Señor «viene antes de hora» por nosotros.