La relación entre estas dos realidades no se circunscribe solo en el ámbito de las declaraciones papales o de las resoluciones conciliares o sinodales cuando se ocupan de la liturgia; es evidente que estos son instrumentos necesarios gracias a los cuales los católicos hemos enriquecido no poco nuestra comprensión de la oración de la Iglesia. Pero pese a ser, como decimos, muy importantes, no lo son todo.
Digamos que existe otro sentido en este camino que une ambos extremos. Es lo que va de la liturgia al magisterio. O, si se quiere decir de otra forma, el servicio que la sagrada liturgia hace a la dimensión docente de la Iglesia, madre y maestra de sus hijos.
Sobre esta cuestión hay que citar unas palabras que el papa Pío XI dirigió al entonces abad de Mont-César, Dom Bernard Capelle, el 12 de diciembre de 1935, tal y como recoge la relación de la audiencia que le concedió. El Papa afirmó ante el estudioso benedictino que «la liturgia es algo muy grande. Es el órgano más importante del magisterio ordinario de la Iglesia (…). La liturgia no es la didascalia de uno u otro individuo, sino la didascalia de la Iglesia».
Es oportuno recordar hoy estas palabras de Pío XI con todo lo que significan. Y más desde la perspectiva de la reforma litúrgica del Vaticano II ya realizada, y que ha supuesto un gran enriquecimiento en muchos ámbitos, como, por ejemplo, en el de la Sagrada Escritura.
Si echamos una mirada objetiva sobre la vida cotidiana de los miembros de la Iglesia, nos daremos cuenta de que aquellos que frecuentan espacios de formación son una minoría. Los que cultivan su fe a partir de cursos, lecturas, reflexión, etc., no forman el grueso del mundo católico, aunque, en algún momento de su vida, un bautizado habrá participado en sesiones catequéticas, por lo menos durante la preparación a los sacramentos de la iniciación cristiana y, tal vez después puntualmente, antes de ciertas celebraciones como el matrimonio o para la preparación de los hijos a los mencionados sacramentos.
Hay que aplaudir todos estos esfuerzos para ayudar a madurar la inteligencia de la fe, y profundizarla con tal de vivirla con más alegría y sentido, con más coherencia y radicalidad testimonial.
Sin embargo, hemos de volver a recordar las palabras del Papa al abad Capelle. La celebración de la liturgia «es algo muy grande», porque celebrando la obra de nuestra redención, los bautizados vamos enriqueciendo la comprensión del Misterio de Dios gracias al contacto habitual con sus Misterios, es decir, con la persona de Cristo, el Señor, presente y actuante en los sacramentos y en la liturgia de la Iglesia en general.
Pero no podemos pensar que este «magisterio ordinario de la Iglesia» tenga en nosotros su eficacia si no respetamos la verdad de su «órgano más importante». La liturgia debe ser transparente, debe poder «expresar con mayor claridad las cosas santas que significa» (SC 21), como lo deseó el Concilio. Esto implica un gran respeto y fidelidad a sus ritos y a sus textos, con tal que, celebrados con auténtico arte espiritual, sean verdaderamente expresivos de la salvación que transportan.
Donde la liturgia de la tierra, pues, se vive como pregustación y participación de la liturgia del cielo (cf. SC 8), el bautizado va experimentando, día tras día, domingo tras domingo, cómo su existencia va profundizando en el conocimiento de Dios y de los hombres; cómo va comprendiendo cada vez más la propia vida a la claridad de una luz mayor que la inmediata. En definitiva, se va volviendo cada vez más sabio, más «otro Cristo». ¿Puede existir un magisterio más sublime?