La celebración de la Reconciliación, el sacramento de la Penitencia, puede ser un momento importante en la vida de cada cristiano, ya que ahí están en juego dos ejes básicos de la vivencia cristiana: el reconocimiento de que arrastramos mucha infidelidad al proyecto de amor que el Señor nos encomendó y la confianza firme en que la misericordia, el perdón y la gracia que Dios quiere darnos es más fuerte que nuestra infidelidad.
Porque en el fondo de la vida cristiana está siempre la gran noticia de Jesucristo: la llamada a convertirnos, a cambiar de actitud, y la llamada a reconocer que todo lo que tenemos y somos, todas nuestras fuerzas para caminar, todas nuestras posibilidades de recomenzar, las tenemos gracias al amor de un Padre que nunca se cansa de acoger a sus hijos. Esto se ve reflejado desde el mismo día de la resurrección del Señor, cuando se aparece a los apóstoles y les saluda diciendo: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado a mí, también yo os envío a vosotros… Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonaréis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes no les perdonéis, quedaran sin perdón” (Jn 20,21-23).
Cuando celebramos la reconciliación celebramos este amor del Padre que perdona y ama, y celebramos que este amor está ahí, cuando los cristianos nos reunimos como Iglesia, cuando celebramos estos signos de conversión y de perdón. En efecto, cuando pecamos se debilita nuestra relación con Dios pero también con toda la comunidad y es por eso que, como en el relato del hijo pródigo, hemos de reconocernos pecadores y reconciliarnos con el Padre, que nos recibe con su abrazo de paz y de perdón, manifestado en la persona del presbítero, que actúa “in persona Christi” por el ministerio de la Iglesia.
Para que este momento sea de verdad importante, se necesitan dos cosas: que la celebración (sea individual o comunitaria) resulte significativa y esté bien hecha, y que cada uno se prepare adecuadamente para dicha celebración, para acceder a ella valorando el sentido y la importancia de lo que se va a celebrar.
Cómo se celebra el sacramento de la Penitencia
Hay tres formas para celebrar este sacramento: la primera forma es la confesión individual, la celebración individual del sacramento. La segunda forma del sacramento es la que se realiza comunitariamente pero de modo que cada uno de los penitentes se acerca a un presbítero para confesar individualmente sus pecados y recibe también individualmente la absolución. Este encuentro comunitario, además de mostrar más claramente que lo que se celebra es un acto de Iglesia, facilita el despertar de los sentimientos de arrepentimiento y confianza en la fuerza del amor de Dios. Y hay una tercera forma, que es la reconciliación comunitaria, con confesión y absolución general. Esta última sólo se permite, según el Código de Derecho Canónico, en casos graves, como por ejemplo en peligro de muerte o en caso de mucha afluencia de fieles y en cambio pocos ministros. No obstante, si se celebra en estos casos extraordinarios esta forma tercera, es necesario recibir en un periodo de tiempo próximo la confesión y absolución individual.
En la primera forma, con confesión y absolución individual se ha quedado a menudo reducida a la confesión de los pecados y la absolución, pero es recomendable leer algún fragmento de la Palabra de Dios. Se empieza con una acogida del penitente, seguida de la lectura de la Palabra de Dios. Sigue la confesión de los pecados y la aceptación de la obra penitencial por parte del penitente, que además hará una oración de contrición y finalmente el presbítero impone las manos y da la absolución. La celebración concluye con la acción de gracias y la despedida del penitente.
La segunda forma se inicia cantando un canto apropiado, seguido de un saludo del presidente y la oración. Sigue la liturgia de la Palabra, la confesión general de los pecados a modo de oración, la confesión y absolución individual de los pecados, la alabanza a Dios por su misericordia y la oración final de acción de gracias y el rito de conclusión.
La fórmula de absolución dice así: “Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.
Cosas a tener en cuenta
Si la confesión o declaración de las faltas es el elemento característico del acto del penitente, tradicionalmente se señalan también dos otros actos que forman parte del itinerario penitencial.
El primero es la contrición, es decir, el dolor de haber pecado. La forma más noble es cuando el dolor proviene del gran sentimiento de amor hacia Dios y la valoración de su misericordia hacia nosotros. Pero también se puede dar el caso que nos provoque dolor el temor de las consecuencias del hecho de haber pecado. Dios se sirve de todo para acercarnos a su amor. El otro elemento es la satisfacción o penitencia, que tiene más sentido de acción de gracias y de símbolo de buenas disposiciones futuras.
Y un último elemento muy importante es el hecho de hacer cada día examen de conciencia, es decir, mirar a la luz de la Palabra de Dios nuestra vida de cada día, nuestros actos, nuestros aciertos y nuestros errores y encomendarlo a Dios.