El año litúrgico es el seguimiento, durante todo un año, comunitariamente, como Iglesia, de la salvación de Dios realizada por medio de Jesucristo. Y la repetición, año tras año, de este mismo seguimiento. Centrado en dos ejes básicos. Uno, la Pascua, que celebra la muerte y la resurrección de Jesucristo, con la Cuaresma que la prepara y la Cincuentena Pascual que la prolonga hasta Pentecostés, que es su conclusión. Y el otro, la Navidad, la venida del Hijo de Dios al mundo, con el Adviento que la prepara y el tiempo de Navidad que la prolonga, con la Epifanía como segunda fiesta de esta venida.
Estos dos ejes, y las otras celebraciones menos centrales, ofrecen al creyente alternancias de momentos más gozosos y momentos más austeros o incluso dolorosos, así como también momentos más intensos y otros momentos más cotidianos y tal vez monótonos. Y esta sucesión de momentos dispares se sitúa dentro del devenir de la vida humana, que tiene su propio ritmo, y que no tiene por qué coincidir, a nivel de estados de ánimo, de sentimientos o de acontecimientos, con el ritmo litúrgico.
Pero esta es una de las grandes riquezas, precisamente, del año litúrgico: confrontar todo lo que estamos viviendo, personal y colectivamente –desde una decepción personal o un problema familiar, hasta la tragedia que la crisis económica significa para tantas personas; desde la alegría por el nacimiento de un hijo hasta la solidaridad vecinal que permite lograr mayor bienestar para todos–, con la historia salvadora que Jesucristo nos ofrece, y ayudarnos a encontrar, en toda realidad humana, la presencia de Jesús. Y esto, a la vez, nos ayuda a purificar nuestra fe, y a encontrar lo que tiene de más auténtico: nos hace descubrir, por ejemplo, que la alegría cristiana no elimina ni invita a disimular los sufrimientos humanos que podamos estar padeciendo, sino que los ayuda a vivir con otra esperanza; o que cualquier situación de éxito o bienestar que podamos disfrutar en un determinado momento no debe hacernos olvidar ni la fidelidad de Jesús hasta la muerte para darnos vida, ni la necesidad de convertirnos siempre, ni la necesidad, tampoco, de estar atentos a tantos y tantos sufrimientos humanos que son una presencia de Jesús que nos llama; o que no podemos pretender ni esperar que nuestra fe nos proporcione una constante situación de entusiasmo o de exaltación sentimental, sino que, también, la fe tiene momentos apagados, grises incluso, como los tiene también nuestra vida humana. El año litúrgico, repitiéndose año tras año, nos ayudará a vivir toda la realidad humana en confrontación con la variada riqueza de actitudes y de sentimientos que encontramos en la contemplación del camino de Jesús, y nos ayudará a interiorizar, cada vez más, su presencia salvadora, que abarca y afecta, en toda ocasión, toda nuestra vida.
Pero no es solo esto. No es solo que este seguimiento del año litúrgico sea una ayuda para hacer presente a Jesús y su camino en el camino de mi vida. Sino que esta presencia de Jesús es una presencia en el conjunto de la comunidad, en la Iglesia. Esta presencia de Jesús es una presencia compartida. Es la comunidad cristiana en su conjunto, es la reunión de todos los cristianos y cristianas, es la Iglesia entera, quien hace presente el camino de Jesús y las actitudes que este camino suscita. Así yo, cristiano o cristiana, comparto con los otros cristianos y cristianas de todo el mundo la vivencia de acontecimientos y actitudes, y aporto lo que estos acontecimientos y actitudes significan para mí en este momento que estoy viviendo, y entre todos, cada uno con su propia experiencia, formamos el amplio y variado mosaico del ser cristiano año tras año, en cada lugar y en cada situación. Viviendo juntos el año litúrgico, el don de gracia que es la presencia del camino de Jesús entre nosotros se multiplica, y nos conduce hacia su plenitud. Este enriquecimiento colectivo ya se realiza por el hecho de participar todos juntos en las celebraciones; pero aún se realizará más si encontramos medios, en el nivel que sea, de compartir a nivel de intercambio personal estas experiencias. Pero, sea como sea, lo que está claro es que celebrar el año litúrgico es una de las mejores maneras de vivir la unidad de toda la Iglesia, convocada por Jesucristo y reunida por la fuerza del Espíritu Santo.
Y aún quedaría otro tema para comentar. Y es la pregunta que a veces se hacen algunos: ¿Pero, no la celebramos siempre, la muerte y la resurrección de Jesús? O esta frase que ha hecho fortuna: Navidad es todos los días. Y como esto es cierto, como la muerte y la resurrección de Jesús siempre están presentes en la vida del cristiano, y también es verdad que podemos decir que Jesús nace en medio de nosotros todos los días, y como también las actitudes de conversión que nos reclama la Cuaresma o de espera atenta a la que nos invita el Adviento son actitudes propias de toda la vida cristiana, podríamos concluir que no tiene demasiado sentido celebrar por separado estos acontecimientos o recordar por separado la necesidad de estas actitudes. Y, por tanto, el año litúrgico no haría falta: ¡siempre lo celebramos todo!
Y no, no es baladí esta objeción. De hecho, los primeros cristianos lo hacían así: siempre lo celebraban todo a la vez. Los primeros cristianos, como explicaremos más detalladamente en otro apartado, no conocían lo que nosotros denominamos año litúrgico. No fue hasta principios del siglo II que se empezó a celebrar la Vigilia Pascual, y a partir de ella se organizaron las otras fiestas y tiempos. Los primeros cristianos, cada domingo, se encontraban para celebrar la Eucaristía y, en aquella celebración, compartían su fe y su vida alrededor del pan y el vino que son presencia de Jesús vivo. No tenían, pues, celebraciones ligadas a acontecimientos concretos y a actitudes determinadas.
Pero eso, como hemos dicho, a partir de un cierto momento empezó a cambiar. Y es que los cristianos, como todos, somos personas limitadas. Y celebrarlo todo a la vez nos impide comprender de forma más precisa y atenta la variedad de riquezas que contiene nuestra fe. Pedagógicamente, necesitamos pararnos en aspectos concretos para poderlos saborear más a fondo, con mayor profundidad, para que penetren en nuestro interior. Nos va bien fijarnos un día en Jesús que muere en la cruz y actualizar la gracia que nos viene de este acontecimiento, y otro día conmemorar su resurrección y vivirla intensamente. Y esto, aunque sepamos y tengamos claro que son dos acontecimientos indisociables y que uno no tiene pleno sentido sin el otro. Y lo mismo ocurre con el resto de aspectos de la fe y de la vida cristiana. Siempre nos tenemos que convertir, pero nos va bien que durante un tiempo determinado, la Cuaresma, nos lo recuerden con mayor insistencia. Siempre tenemos que esperar la venida del Señor y preparar sus caminos, pero nos va bien celebrar el tiempo de Adviento con este mensaje central. La Virgen María siempre debe ser un punto de referencia en nuestras vidas, pero nos va bien celebrar sus fiestas para vivirlo mejor. Siempre es Navidad, porque el Hijo de Dios siempre se encarna en nuestra historia humana, pero la riqueza y la gracia de este acontecimiento salvador penetra mucho mejor en nuestro interior cuando nos encontramos el 25 de diciembre para revivirlo…
Así pues, por todo ello, celebramos el año litúrgico.